Dos relatos, un universo: el orden de lectura cambia la experiencia:
Laberinto: (Lo sé → No lo sé): entras por el conflicto y el misterio; sales con una revelación serena.
Mirador: (No lo sé → Lo sé): entras por la idea y la calma; sales con ironía y consecuencias.
No hay orden “correcto”.
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Azara, mi colaboradora, entra a mi despacho evitando mirarme. Me gusta: quien no sostiene la mirada suele obedecer. Me levanto, voy a la puerta y la cierro despacio para tranquilizarla. Antes de que se siente ya he leído sus gestos: su mano izquierda busca el borde del bolso, uñas de la derecha mordidas, labios tensos: miedo. Seguramente lleva varias noches sin dormir bien. Al mencionar el informe asoma un rubor leve: culpa.
—Recibiste mi mensaje —le digo con una sonrisa amplia y un tono que finge empatía.
Asiente despacio, baja la cabeza. Espera a que yo me siente para hacerlo ella.
—El informe lo necesito ya, hoy sin falta. Terminado.
—No sé si podré…
Levanto la mano, benevolente.
—Azara… —pronuncio su nombre como un abrazo—. Las personas valiosas y seguras de sí mismas no dudan. Confío en ti.
Ser “bueno” suele rendir más que ser “duro”. Ella baja la mirada y asiente; se ha tragado el anzuelo. Seguramente, para terminar a tiempo, llamará a su madre para que recoja a su hijo, pedirá comida basura para no cocinar y trabajará hasta la madrugada. Si no termina, usaré su fracaso en mi beneficio, por supuesto.
Más tarde, con Javier, mi socio, la misma técnica. Llevo semanas empujándolo hacia un acuerdo de venta que me beneficia a mí. A él, no. Le saturo con cifras, le obsequio con una confianza muy aparente y le dejo una salida “digna” que le conduce a una elección que cree buena para él. Mientras habla, le analizo: su camisa huele a un suavizante que no parece el habitual. ¿Problemas en casa con su mujer? Dato útil que utilizaré a mi favor.
—Te cubro el riesgo por dos trimestres —le insisto—. Tú firmas, yo respondo si no sale bien.
Por cómo abre los ojos, cree estar salvado. Su gratitud me da igual; me interesa su deuda conmigo.
No siento nada. Mis gestos son impecables, mis palabras, las adecuadas. Si alguna vez parezco conmovido es porque me conviene. Que muchos confundan amabilidad con bondad me viene bien: se vuelven más manejables.
La ciudad huele a humedad. Nubes grises, llovizna fina que vuelve el asfalto resbaladizo. Camino hacia el coche sin abrigo, el frío me espabila.
De repente: presión en la base del cráneo, un zumbido que podría ser un caza rompiendo la barrera del sonido. Los músculos de mi cara se estiran involuntariamente, provocando una inquietante mueca. Un aturdimiento absoluto me invade. La calle parece abrirse…
Voces que no son voces, pensamientos ajenos empujándome por dentro. El deportista que pasa corriendo a mi lado: siento su dolor en la rodilla izquierda, años de tratamientos fallidos, su resignación. La mujer de enfrente con el carrito de la compra: su miedo a envejecer sola y la ternura por el gato que la espera. Caigo sobre el capó y, delante de mí, se despliega la historia del coche: expropiaciones de políticos corruptos para extraer minerales, un fondo de inversión que forzó un rediseño que lo convirtió en éxito de ventas… todo en décimas de segundo, como un mapa luminoso en un lugar oscuro y borroso.
Ahora, todo aquello a lo que presto atención o quiero saber, lo sé. La omnisciencia no es una base de datos, es como un campo. Veo a una pareja discutir y percibo desenlaces cercanos: basta un mensaje no enviado para cambiarles el calendario del dolor. Podría intervenir, pero también veo las consecuencias: el dolor que quitas aquí se instala allá. El tejido de la realidad recoloca.
Me agobio… me saturo a un nivel inconcebible, inhumano. Cierro los ojos. Azara golpea mi mente como un pájaro contra una ventana: tendones tensos, ojos doloridos, siento en mi cuerpo su ansiedad mientras trabaja en el informe. Veo líneas temporales alternativas a partir del informe: en una me lo entrega a tiempo; sigue en la empresa, su hijo crece en un colegio caro, ella envejece con una pena no compartida por no haber sabido crecer laboralmente y quedarse en un trabajo que la asfixiaba. En otra línea, no lo termina: la humillo, se marcha de la empresa y tres años después dirige en la competencia un equipo que eclipsa al mío. En otra, su madre tropieza un jueves, cadera rota, complicación. Veo que todo está conectado de una manera que podría calificar de obscena.
Abro los ojos y vomito. No por culpa sino por exceso de información. El mundo ya no es un tablero donde juego: soy el tablero y todo lo que hay en él.
Tardo en aceptar que no estoy alucinando.
La tentación es obvia: usarlo a mi favor. Antes leía e interpretaba gestos; ahora sencillamente lo sé todo. Nada ni nadie puede conmigo. Puedo poner a Javier o a quien quiera donde me convenga sin que lo note, decir la frase exacta o callar a tiempo.
Hago la prueba. Llamo a un cliente difícil, uno al que llevo meses tratando de convencer. Antes de marcar, veo múltiples líneas temporales según las palabras que uso con él. Elijo las palabras que garantizan que voy a conseguir lo que quiero, dejar el precio de entrada bajo, y por supuesto, las pronuncio. En cuanto termino la frase, una nueva ola de posibilidades se despliegan ante mí: en el departamento de contabilidad una contable que no conozco será despedida un mes antes de su cumpleaños porque el enorme flujo de caja que voy a provocar empujará una decisión de su jefe directo que a su vez provocará una cascada de decisiones que llevarán a que ella cometa un error que calificarán de “imperdonable” y concluirán que no debe continuar en nuestra empresa. Veo el pastel de su cumpleaños a medio comer, las velas rosas que no tendrá ánimo de soplar… Puedo sentir con nitidez la tristeza punzante de esta mujer…
Cuelgo. Siento que la cara me arde, voy al servicio y me echo agua encima. Me repito muchas veces que ese no es mi problema ni lo va a ser… Trato de convencerme de que tener este don no conlleva preocuparse por los demás, pero no puedo dejar de ver las conexiones que hay entre todas las personas del planeta… Sigo tratando de convencerme que solo tengo una herramienta que me permite conseguir muchísimo más e infinitamente mejor. Y, de repente, me hago consciente de que este pensamiento “conseguir muchísimo más e infinitamente mejor”, es ridículo, extremadamente mezquino… e incluso pueril.
Llaman a la puerta de mi despacho, es Azara.
—Entra —le digo.
Justo cuando comienza a abrir la boca para hablar, sé que ha terminado el informe. También sé que ha olvidado una tabla, la tercera, y que ese error, si no lo señalo, pasará inadvertido hoy, pero en dos semanas un auditor lo detectará. En una de las líneas temporales, le echo un capote y la salvo; en otra, la dejo hundirse y la salvo después para que me deba no la vida, pero casi.
—Aprecio tu esfuerzo, aunque hay un detalle.
Ella traga saliva.
—La tercera tabla, falta. Ya sabes que, si no está todo, habrá problemas.
—Reviso el informe. —Responde con cierto hastío.
Podría subir o bajar su confianza con un “gracias” pronunciándolo de una determinada manera. Toda esta información es agobiante, sé demasiado. La dejo ir. No por bondad, es agotamiento.
Salgo a comer sin tener hambre, buscando despejarme. Durante el camino al restaurante, paso por medio del parque. Durante esos breves instantes en los que comienzo a apreciar la trigonometría perfecta de las hojas de los árboles, veo a un hombre de rasgos juveniles y amables, sentado, escribiendo muy concentrado en una libreta.
De repente, él levanta la cabeza y me mira… no como se mira a un desconocido, sino como si ya supiera exactamente quién soy y qué llevo dentro. Hay una calma extraña en su gesto, una certeza que me incomoda. Luego, cambia su expresión, sonríe y me hace un guiño… No he salido de mi asombro cuando de repente sé por qué lo ha hecho: él también ha recibido el don y también sabe que lo tengo yo…
Él precisamente está escribiendo sobre su omnisciencia en la libreta; veo que le gustaría contarlo al mundo, usarlo para el “bien”, pero ha llegado a la conclusión de que no es el mejor camino… Noto que él ha profundizado mucho más que yo… y también sé por qué: él, a diferencia de mí, de base es un buen hombre, noble, y que, irónicamente, algunas personas necias suelen confundir con narcisismo, e incluso perversidad… Qué ironía, justo lo que yo soy, también me lo confirmó mi psiquiatra, por cierto.
Veo que él ha decidido renunciar a ese poder y olvidarlo. Quiere aprovechar su faceta de escritor para dejar constancia, de forma sutil e ingeniosa, para que cuando ya no tenga la omnisciencia, le quede una pista de que la tuvo, en forma de duda que le provocará la lectura de su propia historia, la que ahora está escribiendo. De algún modo quiere conservar la esencia de este don… sin la carga de tenerlo.
La omnisciencia me permite comprenderle, pero mi yo antiguo no comprende que renuncie a algo así… Le miro con gesto serio, y, sin pensar, le devuelvo la sonrisa con una mueca que intenta ser amable.
Se me pasa por la cabeza sentarme y hablar con él, intercambiar impresiones, experiencia, pero ya sé la conversación íntegra. En nuestro caso, y en este punto de nuestra línea temporal, solo hay una posibilidad con apenas dos bifurcaciones, en la que conversamos y en la que no.
También sé algo más inquietante aún: él vive en otra ciudad, pero vino hasta aquí para que se produjera este encuentro. Es su forma de mostrarme lo que él sabe y su conclusión. Él eligió este banco, este día, esta hora, pretendía algo así como un saludo entre iguales, aunque me consta que él ha profundizado mucho más que yo en este don, y provocar tal vez una epifanía en mí… Sabe que yo puedo saber prácticamente lo mismo que él, pero lo proceso de un modo ligeramente diferente a como él lo hace.
Mi antiguo y narcisista yo, se ríe de él, de su decisión de renunciar a la omnisciencia; mi yo nuevo siente algo parecido a respeto… o quizá envidia ante semejante demostración de autocontrol, integridad y nobleza.
Antes de olvidar este encuentro casi cósmico, veo una mujer empujando un carrito en el que va su hijo sin cinturón. Veo el coche rojo doblar la esquina treinta segundos antes que el semáforo quede libre de peatones. Entonces veo las probabilidades…
Veo una en la que el carrito se suelta y rueda… a continuación, el golpe y gritos; veo otra línea en la que yo corro y pongo la mano en el manillar, la mujer me abraza a modo de agradecimiento y posteriormente su vida cambia medio grado hacia un lugar en el que la va mucho mejor porque toma decisiones sutilmente influenciadas por ese gesto agradecido a mi persona; gracias a esto, su hijo disfruta de una excelente educación que lo lleva a un trabajo diferente al que tenía predestinado originalmente, y que lo aleja de un jefe que se lo hubiera hecho pasar muy mal; su lugar lo ocupa otra persona mucho más sensible a la que este jefe “destruirá”, dicho de forma muy simplificada…
Puedo intervenir o no. Ambas opciones conllevan una serie de acontecimientos concatenados que traerán lo que consideremos “bien” y “mal” para alguien.
La omnisciencia me permite ver otra línea que adopto: gritar. Solo gritar. La mujer reacciona. No me mira, pero el carrito para en seco. En la tragedia que no ocurre se gesta otro tipo de tragedia que ya no veré. Trago saliva.
—¡Cuidado! —grito sin casi haberlo decidido.
La mujer aprieta el manillar. No ocurre nada. Me apoyo en una farola. La cabeza me zumba. He elegido un gesto mínimo que no me compromete. Al principio no estoy seguro de si es cobardía o prudencia, décimas de segundo después, la omnisciencia me aclara lo que es… Sé que, eligiendo lo mínimo, he creado pequeñas ondas que tocarán vidas lejos de aquí en tiempo y espacio. Ahora sé que no hacer también hace.
Un hombre mayor me mira, asintiendo como si hubiera visto algo íntimo.
Llego a la oficina y veo a Javier esperándome con el contrato en la mano. Mientras se sienta, veo sus líneas temporales más probables: su mujer ha encontrado un mensaje, no es extremadamente grave, pero… Si hoy cierro el acuerdo, en seis meses su estrés lo hará beber un poco más; en nueve, caerá enfermo, en diez, se divorciará; en doce, no podrá más y será mi oportunidad de comprar su parte a un precio muy barato. Dos semanas después, él…
Veo otra línea: hoy no acepto el contrato, le digo que esperemos. Pierdo dinero a corto plazo, pero a largo, él no se rompe. El equipo me respeta de una manera que me cuesta otras cosas. En cuatro años, no soy más rico.
Me escucho hablar, como me escuché gritar en la plaza, casi sin pensar.
—Javi —le digo, usando por primera vez un diminutivo con él—. No firmemos hoy. Algo no encaja. Déjame estudiarlo un poco más.
Se queda quieto, sospecha trampa. Irónicamente, es la primera vez que no la hay.
—¿Estás bien? —pregunta.
Esbozo una sonrisa mínima. Él baja la mirada.
—Gracias —dice, sorprendido.
El agradecimiento me cae como una losa. Este don me ha cambiado. Lo que antes no podía entender ni sentir, pero sí imitar, las emociones, ahora las siento con una intensidad y claridad absolutas. Mi yo anterior trata de resistirse… Tengo la tentación de imitar a mi homólogo del parque y renunciar. En parte, este poder se me antoja siniestro: es como si se burlase de nuestra finitud como seres humanos.
Saberlo todo no me convierte en Dios. Intervenir usando este don quita de un lugar y el tejido de la realidad lo repone en otro. No hay acción sin reacción, aún no he visto consecuencias gratuitas. La “fractura” en la realidad que provoco al intervenir, se me hace insoportable.
Cuando manipulo la realidad, aparece una asimetría que, desde una perspectiva humana media, resulta cruel: cuanto más “buena” es la intervención, a veces provoca más consecuencias no deseadas de las que había originalmente. Mi viejo yo habría disfrutado ante esta situación; ahora, con este nivel de conocimiento, no puedo.
Busco a Azara. No por sentimentalismo, sino por coherencia: si voy a asumir costes, que sea con alguien a quien ya he roto un poco. Está en la sala de reuniones, sola, mirando por la ventana.
—Azara.
Se gira. En su cara hay cansancio y dignidad.
—Estoy corrigiendo el informe—dice, adelantándose.
—No he venido a eso.
No debo usar mi ventaja. Voy a darle información que la libere de mí. Es un precio que debo pagar.
—Te he estado presionando, manipulando —le explico— no porque hiciera falta ni porque fuera bueno para el proyecto, sino porque me convenía. Si quieres irte, vete. Si quieres quedarte, aceptaré tus condiciones. Ya no te haré caer para luego acudir como el salvador. Ya no.
Un silencio denso toma el protagonismo. Me mira como a un animal que podría morder o lamer. En esta línea asiente, una vez, despacio, y se va. Soltarla tiene precio: en dos semanas perderé un gran cliente porque ella dirá que no a un plazo de pago imposible que yo antes habría aceptado obligándola a sufrir. En un año, seguirá recordando que la manipulaba y se irá a la competencia. Esta acción nos hará daño porque con ella se irán buenos clientes.
Me siento. La cabeza me va a estallar. Mi decisión no me redime: la he tomado basándome en todo lo que sé y siento ahora, es técnica y moral a la vez. Intervengo renunciando a la parte que me protegía. Sé el precio, y lo pago.
No voy a santificarme. No voy a jugar a héroe. No he nacido para eso y además la omnisciencia me muestra de forma cruda las consecuencias de interferir: cada vez que empujo una pieza, oigo el crujir de otras. Si me convirtiera en justiciero, me volvería loco con la música de fondo de los daños colaterales. Tampoco voy a volver a lo de antes; el vómito en la alcantarilla aún huele. Cada vez entiendo más a mi compañero omnisciente del parque.
Creo unas reglas provisionales para seguir usando este don:
No intervenir si supone agrandar mi control y empequeñecer a otros.
Intervención ínfima cuando este pequeño gesto reduce sufrimientos masivos sin crear sufrimientos mayores en ramas cercanas, como cuando grité en la plaza.
Renunciar a beneficios si su precio es dañar a quien no puede asumirlo (Azara, Javier).
No “apagar incendios” para sentirme “buen hombre”.
Revisar el coste antes de actuar.
No es un código moral ejemplar. Sé que es producto de lo que queda de mi anterior yo, y también sé que el hombre bondadoso y omnisciente del parque tiene mucha más razón que yo, pero también sé que necesito vivir esta experiencia, solo la extensa maraña de futuros posibles me impide saber el motivo exacto por el que la necesito o tengo que vivirla…
Epílogo
Un viernes por la noche me cruzo con la mujer del carrito en la misma plaza. El niño va dormido. Ella ríe al teléfono. No imagina lo que pudo pasar ni lo que evitó mi grito. Tampoco las consecuencias que alcanzarán la vida de otros. La envidio en esto.
Recibo un mensaje de Javier: “He hablado con mi mujer. He sido un imbécil. Nos vemos el lunes”. Sé que sigue sin ser un santo, pero también que se ha evitado algo peor.
Azara ya no me envía el informe diario. Es parte del precio.
Vuelvo a casa andando. En el portal, la mano en el pomo… y regresa fugaz la idea de renunciar a la omnisciencia, como el del parque. También sé que debo seguir por un motivo que aún no se revela. Incluso con todo lo que veo, conservo un punto ciego.
Elijo seguir por la línea que menos ruido hace y más peso mueve, sabiendo que pagaré el precio de conocer las consecuencias… y sentirlas.
Entro al ascensor. Su luz fría y el espejo me devuelven una imagen con una honestidad que me incomoda. Apenas puedo vislumbrar entre una cantidad enorme de bifurcaciones, que alguien me hablará con una ternura que no merezco o con un desprecio que habré sembrado.
Y, justo antes de que se cierren las puertas, una imagen cruza mi mente: en otra ciudad, un niño deja caer un balón y corre a la calzada. Una moto dobla la esquina. Sé que ese motorista no estaría ahí en este momento si no fuera por algo que hice hoy. Y que, de un modo u otro, no podré fingir que no me concierne.
No busques moraleja. No la hay. Quizá una pregunta:
¿Qué precio estás dispuesto a pagar con tus decisiones?
Yo, ahora, lo veo nítidamente… y decido. Con la vergüenza y la lucidez de quien sabe con certeza absoluta que no hay acciones sin consecuencias.
Historia original de Javier Martín.