Me encontraba en un momento duro de mi vida. Sentía que no se valoraba mi labor en mi lugar de trabajo, y no sólo eso, también la persona con la que estaba empezando a salir, me rechazó. Me explicó de forma amable y convincente que su decisión de no querer seguir conociéndome no tenía que ver conmigo y me repitió varias veces que soy una mujer maravillosa, pero en el fondo yo pensaba que él estaba tratando de no hacerme daño y que yo no era… digamos que «suficiente» para él. Todo esto me provocaba una profunda tristeza… casi una depresión.
En una de las visitas que solía hacer a mis padres los fines de semana, mi padre, un hombre muy observador y sabio, se percató de mi tristeza. De forma sutil y astuta, como siempre, fue sonsacándome información de mi día a día, y aunque evité hablar de los últimos acontecimientos que me había tocado vivir, él ató cabos y se dio cuenta de que mi autoestima estaba mal, muy tocada.
Entonces cambió de tema drásticamente, me guiñó un ojo y sacó del bolsillo su antiguo y precioso reloj. Me lo entregó con una amplia sonrisa, y me explicó que lo quería vender, pero como él no era muy bueno negociando y sabía que yo sí, me pidió el favor de conseguir un buen precio de venta.
Me dijo que preguntara cuánto ofrecían en una relojería para decidir si lo vendía y que le informara en cuanto tuviera este dato.
—Papá, tuve que ir a varias relojerías, porque algunas no querían comprar relojes viejos, y en otras ofrecían demasiado poco. Lo máximo que han ofrecido ha sido 100 euros. Creo que no está nada mal tratándose de un reloj tan viejo.
—Por curiosidad hija, ve al museo y pregúntales si lo comprarían y que lo valoren.
Así lo hice, fui al museo y…
—¡Papá, en el museo me ofrecieron 20.000 euros por el reloj…! ¡No me lo puedo creer!
—Mi queridísima hija, no tengo intención de vender el reloj. Es una pieza magnífica que representa lo mejor de la ingeniería relojera de hace dos siglos, pero para mí es mucho más importante el valor sentimental que tiene, enorme, ya que perteneció a mi bisabuelo, a mi abuelo y a mi padre –me explicó con mirada nostálgica–. Quería que descubrieras por ti misma que el valor de algo depende de quién lo valore. En algunas relojerías incluso llegaron a rechazar el reloj por viejo aun teniendo el valor real que tiene. Sin embargo, en el museo, donde sí saben valorar este tipo de objetos, no sólo estaban dispuestos a comprarlo, además lo valoraron en su justa medida. Y te diré más: la cantidad que han ofrecido en el museo no cubre el valor que tiene para mí.
»Como el valor que damos a una cosa o a una persona no necesariamente ha de coincidir con su «valor real», la primera persona que ha de valorarte como mereces, eres tú misma. Lo que vean los demás en ti es cosa suya, no tuya, y es un filtro perfecto para que cada persona obtenga lo que merece o lo que cree merecer… Es el modo que tenemos los seres humanos de vivir las experiencias que necesitamos para evolucionar.
Historia original de Javier Martín basada en un texto anónimo.