Más allá del reflejo

En un antiguo reino, vivía una mujer llamada Mirta, famosa por su habilidad para detectar la oscuridad en los corazones de los demás. Se decía que ningún mentiroso podía engañarla, que ningún manipulador podía acercarse sin ser desenmascarado por su aguda percepción.

A lo largo de los años, había desarrollado una técnica infalible: observaba los ojos, la postura, el tono de voz… Si algo no cuadraba, si detectaba una mínima señal de falsedad, etiquetaba a esa persona y se alejaba de inmediato.

Con el tiempo, su fama creció tanto que los aldeanos acudían a ella para pedir consejo:

—Mirta, dime, ¿este hombre es un farsante?
—Mirta, ¿puedo confiar en esta mujer?

Y ella, con su juicio afilado, clasificaba a cada uno con certeza absoluta.

Un día, llegó al reino un anciano con la piel marcada por el tiempo y la mirada serena. Se presentó ante Mirta y le dijo:

—He oído hablar de tu don. ¿Podrías decirme quién soy?

Mirta lo observó con detenimiento. Su tono de voz era pausado, sus gestos eran medidos. Demasiado medidos.

—Ocultas algo —sentenció ella—. Hay algo en ti que no encaja.

El anciano sonrió.

—Tal vez tengas razón —dijo—. Pero dime, Mirta, ¿te has mirado alguna vez a ti misma con el mismo ojo crítico con el que miras a los demás?

Mirta frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

El anciano quitó la tela que cubría un espejo antiguo, lleno de polvo y grietas.

—Este espejo tiene un poder especial —explicó— no refleja lo que eres, sino cómo te ven los demás.

Intrigada, Mirta se miró en el espejo. Lo que vio la dejó sin aliento. Su reflejo cambiaba con cada movimiento de su mente.

Cuando dudaba de alguien, su rostro en el espejo se tornaba severo y desconfiado.
Cuando recordaba una traición del pasado, sus ojos se llenaban de resentimiento.
Cuando pensaba en sí misma como justa e infalible, su imagen se volvía imponente y dura, como una estatua de mármol.

Pero lo que más la inquietó fue lo siguiente: algunos rostros en el espejo no eran suyos. Había rostros de personas que había juzgado apresuradamente. Personas a las que había llamado «lobos», cuando tal vez eran solo corderos asustados. Algunos tenían la mirada rota. Otros parecían querer hablar, pero el cristal los silenciaba.

El anciano la observó en silencio mientras ella procesaba lo que veía.

—Este espejo te muestra algo que pocos comprenden o quieren aceptar, —explicó él— en muchas ocasiones vemos lo que esperamos ver. Cuando has visto demasiados lobos, el mundo entero te parece un bosque lleno de ellos. Pero dime, Mirta… ¿es posible que alguna vez hayas visto peligro donde solo había miedo u otra emoción? ¿Realmente has podido tener en cuenta todos los detalles de la vida de las personas a las que has juzgado?

Mirta sintió un escalofrío.

—Yo… siempre he confiado en mi juicio —murmuró.

—No te estoy diciendo que no confíes en tu juicio, —dijo el anciano— solo que tal vez éste requiere también la capacidad de cuestionarse a uno mismo para que sea más completo y que es prácticamente imposible tener en cuenta todas las circunstancias que hacen que una persona actúe como lo hace.

Por primera vez en años, Mirta no tuvo una respuesta inmediata.

El anciano se giró para marcharse, pero antes de desaparecer en la bruma, dejó caer unas palabras:

—Los espejos nunca mienten… pero tampoco cuentan toda la historia. Solo reflejan lo que estamos dispuestos a ver.

Mirta miró una vez más el espejo y vio algo que nunca antes había notado: su propio reflejo, completo, sin distorsión.

Y en ese momento, por primera vez, se permitió dudar.