Cuando me trasladaron a esa habitación del hospital, sentía que el mundo entero conspiraba contra mí. No podía mover las piernas, destrozadas tras un accidente de tráfico, pero me sacaba más de quicio depender de enfermeras que, aunque amables, comenzaban a cansarse de mi amargura y antipatía.
Mi compañero de habitación de nombre italiano, Amico, era todo lo contrario. Sería más o menos como yo, de edad media, y una actitud que siempre me pareció incomprensiblemente positiva. Desde el primer día el ambiente estaba impregnado de su alegría constante y su sonrisa cálida. Esto me irritaba sobremanera.
Me contaba con el entusiasmo de un niño que ve las cosas por primera vez, todo lo que veía a través de la ventana que estaba a su lado. El primer día me detalló con todo lujo de detalles el parque, los árboles, como eran, los arbustos, el césped, los caminitos de arena y adoquines… solo le faltaba contar la cantidad de hojas de los arbustos. Me fastidiaba que yo solo pudiera ver las ramas de un par de árboles. Además, también me narraba todo lo que acontecía en tan idílico lugar. Yo, atrapado en la oscuridad de mi autocompasión, envidiaba cada uno de esos relatos y su privilegiada visión del mundo exterior.
«¡Hay una pareja de ancianos dándose la mano mientras caminan!», decía con ternura.
«¿Y qué me importa a mí eso?» respondía yo con desdén, aunque en realidad deseaba intensamente poder ver aquel lugar que a diario me describía y que parecía sacado de un cuento de hadas. Acabé pensando que si yo estuviera en su lugar, al lado de la ventana, estaría mucho mejor y me recuperaría antes.
Una noche, un ataque de tos violenta sacudió a Amico. Él trataba desesperadamente de alcanzar el botón para llamar a las enfermeras. Lo vi, pero… Ese día estaba muy enfadado con él, se había pasado toda la tarde contándome historias maravillosas que veía a través de su ventana, así que decidí no ayudarle. «Quizás así deje de torturarme con sus estúpidas historias», pensé, envenenado por mi rabia y frustración. Así que cerré los ojos y fingí dormir mientras escuchaba cómo su respiración se volvía cada vez más dificultosa. Poco después, me quedé dormido profundamente.
Al amanecer, vi su cama vacía. Pregunté con fingida indiferencia y la enfermera, con gran tristeza, me contó que… se lo encontraron sin vida. Sentí un golpe extremadamente profundo en el pecho, seguido de una sensación enorme de culpa que traté de sofocar sin éxito alguno.
Me consolé pensando que yo estaba muy atontado por la medicación que me daban para el dolor, y aunque esto era verdad, fui consciente de que Amico necesitó ayuda y no se la proporcioné, y, a pesar de que en realidad no le deseaba ningún mal y que ni remotamente imaginé que el desenlace sería su fallecimiento, no lograba recuperarme. La pena, la culpa y la vergüenza, me impedían contar a las enfermeras lo que había hecho.
Pocos días después, cuando iba a confesar lo sucedido, me enteré de que Amico en realidad estaba muy enfermo, de hecho era un enfermo terminal, y que era cuestión de días que falleciese, lo cual en cierto modo me alivió… aunque solo un poco. Fue entonces cuando recordé lo maravillosa que era la vista a través de la ventana, y me animé a pedirles a las enfermeras que me movieran al lugar donde mi amable compañero fallecido había estado. Pensé que esas fabulosas vistas me ayudarían a reconciliarme conmigo mismo y en cierto modo, también con él, desde su sitio. Pensé que podría encontrar algo de aquella felicidad sencilla que Amico parecía tener.
Cuando por fin pude mirar a través del cristal… lo que vi me dejó helado: aparte de los dos árboles cuyas ramas podía ver desde mi anterior sitio, lo único que se divisaba un poco más allá era una fría y gris pared de ladrillo… No existía el hermoso parque, ni los niños jugando, ni la pareja de ancianos paseando. Nada…
Un peso gigantesco y terrible cayó sobre mí al comprender la verdad. Mi compañero de habitación, aún consciente de su propia fragilidad y final cercano, había inventado aquellas tiernas historias con el único propósito de hacer más llevaderas mis largas horas de recuperación. Había tratado de salvarme de la tristeza y la amargura, a pesar de que él mismo luchaba cada día contra un destino cruel que yo ni conocía ni había sospechado.
Un sentimiento aún más grande que antes de profunda vergüenza y arrepentimiento me inundó. Comprendí en ese instante que había estado tan centrado en mi propio sufrimiento que nunca me había detenido a pensar en las batallas internas que libraba Amico, ni en las razones detrás de su amabilidad constante.
Desde ese día, decidí honrar su memoria cambiando mi actitud. Comencé a hablar amablemente con las enfermeras, a interesarme por las personas que me rodeaban, y hasta contar a los nuevos pacientes que compartían habitación conmigo aquellas mismas historias que Amico inventó para mí.
Un tarde, mientras conversaba con una de las enfermeras del cambio en mi actitud, ella sonrió cálidamente y me dijo:
«Amico estaría orgulloso de usted.»
Fue entonces cuando supe que mi transformación era real, y que la verdadera ventana al mundo no está en lo que vemos o en lo que hay, sino en nuestra capacidad para ver más allá de las circunstancias y en nuestra voluntad para aliviar, aunque sea brevemente, la carga de los demás.
Porque, al final, no sabemos qué batallas internas están librando quienes nos rodean. Y quizás, solo quizás, unas palabras amables o una sonrisa sincera puedan convertirse en la mejor medicina contra la desesperanza y el dolor que alguna vez todos llevamos dentro.