Esa noche el viento frío tocaba las ventanas, mientras ella, envuelta en mantas, cerraba los ojos llorosos y con el corazón pesado. Esa misma tarde había terminado la relación con su novio. Él no había podido comprenderla completamente, aunque la había amado con intensidad. Ella, abrumada, se sintió incapaz de corresponder.
Ahora, en la soledad de la noche, culpa y tristeza la envolvían mientras entraba en un sueño…
Se encontró caminando por un parque que flotaba entre las brumas de un recuerdo olvidado. El cielo tenía el tono suave de la primavera, y el eco de risas infantiles resonaba entre los columpios y los árboles.
Al girar la vista, vio a una niña sentada en la arena con los pies descalzos y mirada perdida. Su cabello castaño caía sobre los hombros. Sus ojos llenos de curiosidad y tristeza, le resultaron familiares… Era ella misma, pero de niña.
Se acercó con cautela a su versión joven, la niña, como si temiera romper el hechizo de aquel instante. Antes de poder decirle algo, escuchó un murmullo. Al otro lado del parque, un grupo de niños rodeaba a un chico que trataba de ignorar las burlas. El niño del que se estaban burlando era el hombre que había dejado atrás esa tarde, pero no era la versión adulta que conocía, sino el niño que alguna vez fue.
La niña miró a su versión adulta con ojos brillantes y le explicó: — Se meten con él porque creen que es raro y no le entienden, solo porque es diferente a ellos.
Ella sintió un nudo en su garganta rememorando ecos de su propia soledad, de las murallas que levantó para protegerse, revivió su infancia: las veces que se sintió apartada, incomprendida, y las paredes invisibles que había levantado para protegerse.
Entonces, observó cómo su versión infantil se levantaba y caminaba hacía la versión joven de su expareja, se sentó junto a él y, sin decir nada, le ofreció un trozo de pan de su merienda. Él la miró, sorprendido, y sonrió tímidamente mientras le agradecía el gesto.
—No me importa si creen que somos raros —dijo la niña— yo tampoco quiero estar sola.
Al ver esta escena, no pudo evitar preguntarse a sí misma: ¿Cuántas veces había negado esa misma cercanía a quien más la amaba? ¿Cuántas veces se había escondido tras el miedo a ser incomprendida?
Ella sintió que algo se le rompía por dentro. Entendió, en ese instante, que su incapacidad para aceptar el amor de su expareja podría no tener que ver con él, que podría ser la niña que seguía viviendo en su interior, una niña que había aprendido a protegerse tanto que había olvidado cómo abrirse a ser amada.
Se acercó a su versión joven y la miró con ternura.
—Gracias por recordarme quién soy. —La niña sonrió antes de desvanecerse lentamente.
Ella despertó con lágrimas en los ojos. Pero no eran lágrimas de tristeza, eran lágrimas de alivio, de comprensión. Se levantó con una claridad que no había sentido en años. Sabía que no podía cambiar lo que había sucedido con su pareja, pero también entendió que había aprendido algo invaluable: si quería amar verdaderamente, primero debía reconciliarse con esa parte de ella que tanto había sufrido.
Esa mañana salió de casa, sintiendo el aire frío como una caricia cálida. Llevaba consigo la promesa de volver a conectar con su niña interior, de cuidarla y protegerla como nunca antes había hecho. Tal vez el amor con su expareja no se hubiera perdido del todo. Tal vez, al encontrar el equilibrio dentro de sí misma, podría volver a él desde un lugar más sano y completo.
Pero incluso si eso no ocurría, sabía que estaba en el camino correcto. Porque ahora entendía que, antes de aceptar el amor, debía aprender a amarse completamente a sí misma, con todas sus heridas, con todas sus cicatrices.
Y entonces sonrió. Porque sabía que el amor, en todas sus formas, siempre encuentra el camino para florecer…