Los cuatro Reyes Magos estaban eufóricos. Habían descubierto una estrella nueva en el firmamento muy especial. Nunca antes una estrella había brillado tanto. Con los conocimientos de astrología que poseían y realizando muchísimos cálculos, llegaron a la conclusión de que anunciaba el inminente nacimiento del niño Dios que auguraron los antiguos profetas.
Aunque los cuatro reyes vivían muy lejos entre sí, mantenían un contacto todo lo fluido que podía permitir una organizada red de mensajeros. Gracias a los continuos mensajes que se enviaban, concluyeron que los cuatro viajarían a conocer al Hijo de Dios. Acordaron encontrarse al lado del monumento con forma de pirámide que había en la ciudad de Borsippa, el zigurat.
Melchor era el rey de más edad y su reino estaba en la zona más oriental de Europa. Baltasar era el más joven y procedía de la zona norte de África. Gaspar, de edad media, era de Asia. Y Artabán también de treinta y tantos años, era persa.
Los cuatro llevaban regalos para el niño Dios. Melchor, llevaba oro. Gaspar, incienso. Baltasar, mirra. Artabán no estaba seguro de qué podía regalar al niño Dios, así que decidió no llevar un sólo regalo, sino tres: un diamante de Méroe, que neutraliza cualquier veneno y repele los golpes del hierro, un jaspe de Chipre, que otorga el don de la oratoria, y un rubí de las Sirtes, que elimina las tinieblas del espíritu.
A punto de llegar a Borsippa, Artabán se encontró con un vagabundo desnudo al que le habían pegado una paliza casi mortal. Se detuvo y fue en su auxilio. Averiguó que se trataba de un comerciante al que habían robado todas sus pertenencias. Artabán impresionado y apesadumbrado por la desgracia que acababa de sufrir ese hombre, decide darle el diamante de Méroe que iba a regalar al niño Dios. De repente tuvo un dilema, partir de inmediato para poder llegar a tiempo dejando al malherido hombre, o curarle las heridas y permanecer con él hasta que pudiera valerse por sí mismo. Se dejó guiar por su corazón, y dedicó el tiempo necesario a ayudar a ese pobre hombre.
Unos días después, Artabán llega al punto de encuentro. Allí estaba esperándole uno de los sirvientes de los reyes para darle una nota. En la misma decía:
«Hemos estado esperándote mucho tiempo, pero no podemos dilatar más la espera. Debemos proseguir el viaje para poder llegar a tiempo. Sigue nuestra senda por el desierto y que la estrella guíe tus pasos. Buena suerte hermano.»
Artabán, desesperado, cabalga a toda prisa y sin descanso para tratar de alcanzarlos hasta que su caballo no puede más y muere. Prosigue a pié el camino por el desierto, poniendo a prueba su resistencia física y psíquica. No puede ver las huellas de los otros reyes, ya que las tormentas de arena las borran, pero gracias a la estrella consigue guiarse.
Finalmente, muy débil y delgado, llega a Belén, pero las penurias por las que ha pasado parecen haber sido en vano: Altabán no encuentra al niño Dios, ni a los otros reyes. Sin embargo, sí es testigo de la crueldad de Herodes que ha dado la orden a sus soldados de que maten a todos los niños varones recién nacidos. En su camino se cruza un soldado que se abalanza sobre una mujer en la puerta de su casa y le quita a su bebé. Justo cuando el soldado iba a asesinar al niño a sangre fría con su espada, Altabán se lanza sobre él para tratar de impedírselo a pesar de su mal estado físico. Al ver que no puede con él, le ofrece el rubí de Sirtes para que deje vivir al niño. Sin embargo, el capitán del soldado ve la escena y ordena que le apresen y le lleven a una cárcel en Jerusalén.
Durante su cautiverio llega a escuchar a sus carceleros hablando sobre un galileo que sana enfermos y alivia los espíritus afligidos. En cierto modo, también alivia su propio espíritu el conocimiento de estos rumores, porque intuye que se trata del niño Dios que no tuvo la fortuna de conocer.
Algo más de tres décadas después, en una noche de luna llena, sus carceleros deciden sacarle de la mazmorra y dejarle en la calle, tal vez por compasión, ya que le veían muy viejo, débil y enfermo. Esa misma mañana, Altabán se despierta por el ruido ensordecedor de una muchedumbre que se dirigía al Gólgota a presenciar la crucifixión de un profeta. Entre todo el bullicio pudo escuchar diversos comentarios que aseguraban que dicho profeta había blasfemado contra Dios, que se había proclamado a sí mismo como el Hijo de Dios, y que por la condena del Sanedrín y la complicidad de los romanos, lo habían condenado a morir en la cruz.
Artabán es arrastrado entre empujones por la multitud que se dirige a presenciar la crucifixión de Jesús. En un momento dado, se detiene en una plaza en la que hay menos afluencia, y entonces es testigo de la subasta de una bella y joven muchacha. Entre los hombres que estaban pujando, comentaban que su padre quería subastarla para pagar sus numerosas deudas, y que le habían amenazado con matar a su mujer y sus hijos si no las saldaba. Artabán, profundamente apenado por lo que estaba a punto de suceder, comenzó a buscar entre los andrajos que una vez fueron lujosos ropajes llenos de bolsillos y encuentra el jaspe de Chipre que ha conseguido conservar durante su largo cautiverio. Con la piedra preciosa compra la libertad de la chica.
Artabán prosiguió el camino para ir donde estaba Jesús, pero no llegó a tiempo de conocerle con vida. Acababa de morir. Horas después, unos soldados cogieron el cuerpo para llevarlo a un sepulcro. Él los siguió a duras penas por lo débil que estaba, lleno de tristeza por lo que había sucedido y por no haber podido conocerle en vida.
Tres días después, la enorme piedra que cerraba la entrada del sepulcro se movió bruscamente al tiempo que salía un enorme destello de luz. Los soldados que custodiaban la entrada huyeron despavoridos.
Una figura apareció entre los destellos de luz. Era Jesús.
— Artabán, te estaba esperando. – le dijo Jesús.
— ¿Sabes quién soy? – preguntó Artabán con voz débil y muy aturdido por lo que estaba sucediendo.
— Sé quién eres. Sé lo que has hecho. Estoy muy orgulloso de ti. Me has ayudado muchísimo.
— ¿Cómo te he ayudado? No logré conocerte en el alba de tu existencia y he pasado muchos años privado de libertad, sin poder hacer nada. – respondió apesadumbrado Artabán.
Entonces Jesús le contestó: – Cuando ayudaste y curaste sus heridas al vagabundo, me ayudaste y curaste a mí. Cuando salvaste la vida al niño, salvaste la mía. Cuando ayudaste a la muchacha a recuperar su libertad, me ayudaste a recuperar la mía. Artabán, ven conmigo. Tienes un lugar reservado junto a mí en el Reino de los Cielos.
El espíritu de Artabán se llenó de dicha y de paz, y una lágrima acarició la comisura de sus labios, que estaban dibujando una gran sonrisa.
Segundos después, cerró los ojos. Se quedó dormido para no despertar…
Y ambos se elevaron al Reino de los Cielos.
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Versión de la historia de Artabán de Javier Martín.
La historia de Artabán al parecer está basada en unos relatos muy antiguos en los que se asegura que no eran sólo tres los Reyes Magos que fueron a Belén a conocer al niño Dios, sino que fueron cuatro. Con este fascinante dato, el teólogo estadounidense Henry Van Dyke escribió un cuento navideño sobre este cuarto Rey Mago.
Esta historia, ficticia o no, nos habla sobre algunos de los valores humanos más sublimes: la empatía, la compasión, la generosidad, la bondad, el amor… En definitiva, nos habla de la nobleza de espíritu.
Tal vez vivir procurando tener como guías de nuestras vidas estos valores no nos lleve siempre por los caminos más cómodos, pero a buen seguro que nos proporcionarán paz en el espíritu y las consecuencias de tratar a los demás con la misma compasión, bondad y amor con las que nos gustaría ser tratados, nos lleve a vivir una vida mucho, pero mucho más amable, más agradable, y sobre todo, hará que valga la pena.
Uno de los mejores propósitos que se puede tener en esta vida es tratar de ser mejores personas, no por «buenismo» o porque lo recomiende ninguna religión o un gurú en un libro de superación personal, sino porque es lo que realmente hace nos sintamos bien y alineados con nosotros mismos y con nuestros semejantes, seamos felices, y lleguemos al final de nuestros días sintiéndonos en plenitud y amor.
Que Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente os traigan todas las cosas buenas que habéis pedido, y también, lo que necesitéis para prosperar y ser felices, pero sobre todo, lo que necesitéis para ser las mejores personas que podáis ser.
¡Qué tengáis el mejor año de vuestras vidas!