Marilén llevaba casi tres días sin poder apenas hablar. La fiebre subía y bajaba de forma caprichosa; las amígdalas inflamadas le ardían y beber agua era una tortura.
En el fondo se sentía agradecida por este silencio impuesto: nadie le pedía respuestas ni discursos; el mundo la dejaba, por fin, un poco en paz.
A su edad, Marilén había tenido potentes experiencias vitales. Había sido cantante de jazz durante una década. También fue escritora de relatos eróticos que al principio firmaba con seudónimo, y había dado sus pinitos como terapeuta, fascinada por los misterios de la psique humana.
También había tenido experiencias muy intensas en el amor, que en su momento sintió que la desgarraban. Promesas rotas y silencios que le dolieron más incluso que palabras crueles. Al final, todo aquello la hizo más sabia y fuerte.
En el salón, entre mantas y libros, estaba su cuaderno de apuntes. Llevaba tanto sin tocarlo que le producía la culpa de quien deja marchitar una planta. Aquella tarde, sin saber muy bien por qué, lo abrió y escribió con lentitud:
«Mi voz se ha ido. ¿Por qué ahora? ¿Qué intenta decirme mi cuerpo que no escuché a tiempo?»
Llevaba unos días charlando con un hombre a través de una app. Su perfil no era especialmente llamativo, pero sus ojos le decían algo bonito y le transmitían serenidad. En sus mensajes había una esencia especial que le llamaba la atención. Destilaban profundidad y una curiosa mezcla de distancia y ternura. Él también escribía historias. Intercambiaban ideas, quizá reflexiones. El flirteo era muy sutil. Cuando ella le contó que estaba enferma, que tenía mal la garganta, él respondió:
—Ahora tendrá que hablar otra parte de ti.
Aquella noche, al intentar dormir, recordó una frase que había leído años atrás: «El cuerpo grita lo que la boca calla». Entonces algo se activó en ella: tal vez el silencio no era solo físico, sino un espejo.
Esa misma noche soñó con una nitidez propiciada, quizá, por la fiebre. Se vio en un club de jazz teñido de azul y aparentemente vacío. Subió al escenario con su vestido de terciopelo rojo. Un foco la iluminaba; donde debía haber público solo había niebla. Intentó cantar, pero la voz se negó a salir, ni un susurro. Entonces lo vio: un hombre apareció entre las mesas. No hablaba, solo la miraba.
Despertó con el pecho oprimido, no por tristeza, sino por reconocimiento. En el pasado, había soñado con él, o con la idea de él. Era una reminiscencia de lo que anhela.
Al día siguiente se obligó a escribir, no en un formato planificado, sino libre: sensaciones físicas, imágenes fugaces, una habitación con cortinas rojas, una nota de voz no enviada, una mano en su espalda durante un concierto. Cada palabra la acercaba a una herida profunda que creía sanada.
Ese día le contó al hombre de la app lo que había soñado. Entonces él, preguntó:
—¿Qué perdiste cuando dejaste de cantar?
Marilén no supo qué responder. Después de darle muchas vueltas, anotó en su cuaderno: «Quizá perdí una parte esencial de mí».
Por la noche volvió al club azul en sueños. Esta vez, el hombre misterioso habló; su voz carecía de sonido, pero ella comprendió cada palabra como si le hablara desde dentro:
«No cantes para ser escuchada. Canta para ti misma. Canta para recordar quién eres.»
Al despertar, decidió escuchar a su cuerpo. Dejó de ver su debilidad como un obstáculo y la entendió como una puerta.
La fiebre cesó. Su voz, aunque ronca, había regresado. Hizo unos ejercicios que aprendió hace tiempo que la ayudarían a integrar sus sensaciones. Grabó audios hablándose a sí misma con compasión, reconociendo patrones antiguos y abrazando versiones más jóvenes de sí misma menos sabias y más afectadas.
Y comenzó a escribir otra historia: la de una mujer que había olvidado el poder de su propia voz.
En otro sueño regresó al club. Esta vez el hombre le mostraba un espejo. Al mirarlo, Marilén se vio a sí misma en diferentes versiones: la joven apasionada, la mujer rota, la creadora insomne. Todas eran ella. Y al fondo de esas imágenes emergía su yo más libre, sin etiquetas ni necesidad de ser comprendida. Entonces, el hombre le dijo:
«La voz que buscas no está perdida. Está esperando que la uses para decir tu verdad.»
Pocos días después, el hombre de la app la invitó a una lectura de poesía. Al verse en persona, no hubo fuegos artificiales, pero sí sonrisas, y una mirada intensa y limpia. Durante la lectura, una poeta recitó:
«No temas la voz que tiembla, pues es el susurro con el que tu alma se revela».
Marilén tuvo una epifanía: el miedo no era enemigo, sino una brújula.
Esa noche hablaron hasta el amanecer. En la despedida hubo un abrazo sentido y un beso que apenas rozó la comisura de los labios. Fue como un reencuentro entre buenos amigos que hacía mucho que no se veían. Tal vez sentía algo más profundo que amistad, pero aún era pronto para saberlo. En cualquier caso, algo en ella había cambiado.
De vuelta a casa, escribió en el bloc de notas de su smartphone:
«La verdadera intimidad es cuando un alma se desnuda ante otra, sin velos ni disfraces».
En casa, cantó, lenta, temblorosa, sin técnica. Su voz no era perfecta, pero era real. Grabó la canción y la subió a un perfil anónimo. La escucharon decenas, luego cientos.
Alguien comentó: «Gracias. Me has hecho recordar quién soy».
En su cuaderno añadió:
«La voz que más cuesta encontrar es la que no necesita permiso para sonar.»
Y entonces comprendió lo esencial: no se trata solo de cantar, escribir o sanar, sino de existir con aplomo, con fuerza y expresarse aun sin certeza de cómo será la vida; de asumir que su voz, la literal y la figurada, es una mezcla de heridas, deseos y verdad. Es uno de los rincones más sagrados de su alma.
Ya no temía quedarse sola porque había aprendido a acompañarse a sí misma, y aunque la historia con el hombre de la app finalmente no continuara, él había sido la inspiración y la chispa.
Ella, la llama.